lunes, 25 de mayo de 2015

Manzanos Cortados

A la memoria de Patricio, Exequiel y Diego
Y para Mache, que me contó la historia

A 5 horas del final

La madre se preocupa por el hijo. El hijo que marcha. El hijo que ayuda. El hijo que ha salido por otros, porque siempre son los otros que somos nosotros quienes sufren. No hay miedo. Hay miedo. Miles detrás, un grupo, la gente, una persona, los compañeros desconocidos, tus compañeros de escuela, la compañía de baile, los voluntarios, la familia. Los otros, los otros, los otros. 
Una generación se moviliza antes, ahora y siempre bajo la misma bandera. Somos quienes gritan en las calles. Se marcha por la educación. Es el 85 y son gritos y aplausos. Es el 15 y son cantos y aplausos. Hace calor en el pueblo. Está nublado en el puerto. Marchamos porque el país no nos da lo que merecemos, lo que nos prometieron, lo que teníamos al nacer bajo la mano dura bajo la mano blanda, bajo el voto de nuestros padres y el silencio impuesto. 
La madre se mueve por la casa y limpia con los sonidos de la tele contando que son miles y que nada pasa hasta que cae la primera bomba, hasta el agua quema la carne y hace desear ser sólo huesos. Es un movimiento que con los nervios al aire. La carne roja en las manos sangrantes de tanto aplaudir, de golpear los muros, de sostener las puertas de las iglesias que los refugiaron y que ahora miran a sus hijos desde los campanarios. Nervios expuestos en un canto. Un grito a voz pelada. Va a caer, cayó, no se fue nunca.
La madre no es mi madre ni la tuya ni la nuestra ni la de ellos. La madre es solitaria y personal. La federación recién armada desde un galpón desafía al gobierno  y sale voluntaria para ayudar al pueblo. Son estudiantes que saben todo y nada. La federación que por la tele y la radio llama a la ciudad a despertar, que las calles son los medios y los inmortalizan en fotografías o los dejan solos en los ojos. Solo en la memoria vive el árbol y la sierra, que con sus dientes mecánicos se acerca al tronco, que no se mueve, que no se inmuta su corteza ni tiritan sus hojas.  

A 3 horas del final

Las mujeres que la policía arrastra y mete en sus oscuros buses. La patada artera. El golpe desmedido. El callejón oscuro. Las voces que se alzan y cantan La Muralla. Las voces contra la mano represora. El joven artista que con sus manos manchadas de tinta tira del brazo que retuerce, buscando liberarla a ella, que conoce, que ama, que nunca la ha visto. Es el 15 y los del 85 miran con miedo. Miedo por los niños que ya han crecido y que son sus niños que ahora lideran la carga. Los miran con orgullo y tejen sus banderas. Una mano toca el piano. Unos pies se clavan en el suelo. Risas en el puerto que pintan y siguen sus colores, su alegría. Gritos en los calabozos secos, oscuros y sofocantes. ¡Dame tu nombre, pendejo de mierda! Tienen miedo y no lo tienen. Tienen la razón.
El lienzo alzado, los colores del puerto y los colores de la marcha, de los estudiantes y sus risas. Nada malo pasa. La policía que hostiga. El humo que no deja respirar. En los calabozos las bocas se turnan en busca de aire. Son las mujeres quienes bailan al ritmo de las batucadas, llenas de alegría; que le sonríen a los pobladores, que les traen té y los ayudan a levantar sus casas. Son las mujeres que las manos enguantadas codician, que agarran del brazo y buscan la teta, la pierna, el culo. Son las mujeres que desean los milicos. Las buscan para llevarlas donde sus gritos no sean oídos. Son las mujeres que antes estaban a la sombra del árbol, esperando de sus flores sus frutos. Frutos aún verdes que miran a las hojas de la cierra encenderse y atacar. 

A una hora del final

Los hermanos despiertan angustiados. El sueño los persigue. En el puerto ya no hay sueño, hay música. Los hermanos despiertan intranquilos. La noche seca, húmeda. El sudor que ya no queda en las canchas de tierra en las que los hicieron correr, arrastrarse y gemir. El sudor marcando los cuerpos en la tierra que se hace grumos sobre las heridas. Los viejos del 85 temen por ese sabor en la boca de los jóvenes, pero en el puerto no hay tierra ni gritos ni golpes ni amenazas proclamadas desde el palacio. En el corazón, la madre. En el corazón de los hijos, de la marcha, de la federación, de la patria.
Los jóvenes gritan en júbilo, con rabia, con ganas de cambiar las cosas y los hermanos que se preocupan en silencio. Los medios en silencio, ruidosos, diciendo que todos son culpables, ignorando los cantos, los bailes, la algarabía. Los hermanos de otra época tratando de encontrar la forma de llamar a los jóvenes que marchan, que buscan, que rechazan. 
En los cuarteles, la bala entra en la recámara exigiendo respuestas donde no las hay. Busca sembrar miedo, odio, duda. Los corazones jóvenes que cantan, que claman con sus voces encerradas buscando traspasar los muros y conocer el aire. 

A media hora del final

En el 85 las manos caen sobre los jóvenes y los arrastran, los ciegan a golpes y les impiden dormir, buscando negar el pensamiento. La mirada de burla del milico que no entiende ni busca hacerlo. Son tus enemigos, le dijeron, y con eso condena a los otros. El humo que envuelve quemando las retinas, tapando los pulmones, convirtiendo el aire en ácido. Los cantos que no se ahogan. En el calabozo la espuma llena la boca y el cuerpo deja de ser el cuerpo y se sacude y se golpea contra el suelo. Los cuerpos que son arrastrados, lanzados contra ls paredes, desnudos bajo la mano enguantada. Cerca la bala ansiosa, que no encuentra excusa para salir y conocer la carne, la sangre. Que quiere dejar su huella en la historia como grito, dolor, silencio o cicatriz. 
En el puerto los gritos de escape, de rabia y miedo. Los gritos amenazantes que vienen de detrás de los cascos y los escudos. El golpe seco que lanza al cemento, que lleva a las manos, a los agarres y la fuerza innecesaria. Las manos jóvenes que buscan soltar las garras del monstruo. En el puerto ya no se escuchan las olas. El el puerto, desde sus palacios, los honorables no miran a los jóvenes. Vuelven los ojos a sus ombligos rebosantes y se palmotean las espaldas complacidos de sus palabras de progreso, de equidad. Palabras sin memoria, sin ganas de desafiar el sistema. Las voces del castillo cantan La Internacional con los pechos escudados en algodón y seda. 
Las manos enguantadas siempre sobre los huesos jóvenes, buscando romper, torcer el músculo. Son tus enemigos, les dijeron, y con eso buscan calmar sus conciencias mientras el palo cae y rompe las cabezas de sus hijos. El escudo que no protege, si no que los atrapa, los empuja, los deja en el suelo inconscientes, mareados, rodeados de gas, gritos y dolor. El lente de la cámara amiga que desafía al tirano. El lente de la cámara ansiosa que busca la sangre derramada. El lente de la cámara traicionera que vende los rostros para castigarlos por atreverse a gritar en las calles, a cantar en las calles, a volver a reclamar la calle. Esa misma calle que ya no es nuestra, es del silencio, de la muchedumbre mansa que sigue y pasa sin mirar, avergonzada de los estudiantes que le recuerdan su propia cobardía. El valor está en las calles. El tirano, en su palacio. El silencio que se quiebra en el puerto, en el pueblo, en los calabozos sin nombre ni ubicación. Cantan los jóvenes cerca de la Plaza Victoria, quien sueña intranquila con la parca. La mano negra que sale del suelo y aprisiona el corazón tembloroso. Las manos del león que comprime el pecho, que no se rinden. Los dientes de metal se saborean y recibe el manzano sus primeros cortes.

A minutos del final

El cartel sobre la casa buscando cambiar los colores, traer alegría, sonrisas, sentido, reivindicación. La bala pasada. El grito de rabia desmedida inunda los oídos de los jóvenes en el calabozo y reverbera en el puerto. La pelea por la vida ha comenzado. La bala sin fallas, pulida con fascinación. El arma limpia e impura. La huesuda aprieta más fuerte y el león que desespera, batiéndose a duelo entre rifles y puñetazos, negándose a soltar su presa. La victoria en el puerto que mira impotente el odio congelado en el corazón helado. No fue culpa nuestra, dirán ellos desde el palacio. Algo estaban haciendo, dirán los medios, ensayando el coro. La voz del general retumba en el 85 y hace eco en el 15. Ya no hay cantos, sólo gritos. Hay llantos y desesperación. La sirena en el puerto que se demora en su llanto. La mente torcida por el sistema, entregada, encadenada al odio añejo, sin sentido, sin cariño ni respeto por nosotros. Es el yo el que se impone, porque todo es suyo. El nosotros lo asusta. Las manos jóvenes que se aferran a los suyos, que buscan recuperarlos. Las manos que tiran de todos lados, buscando libertad, miedo, alegría, odio, esperanza. En el centro el cuerpo inerte de quien marchaba. Y ceca, la victoria ya no canta. El león cae desplomado y mira desde lejos el árbol, que con los dientes ya clavados se tambalea y pierde sus hojas y sus frutos. Desde lejos el ruido sordo y sueltan la bala con alegría. Cae el árbol y desaparece su sombra.

En el final

Grita la madre sola y los hermanos buscan acunarla en sus pechos. Riegan sus lágrimas la tierra del manzano cortado. Canta el viento amenazante y los viejos reviven todo. Se pierde un amigo, un compañero, una vida que quedará en promesa. Tiembla la madre como nunca tembló el árbol ni sus hojas, desperdigadas ahora al aire que libres y ya sin vida son recogidas por los viejos y sus hijos. El dolor que prende velas. Han cortado el árbol pero la tierra ha escondido sus raíces. Busca el tiempo volverlo a ver crecer. Buscan las batucadas y sus bailes ablandar la tierra y machacar en ella sus frutos, enterrando por toda la alameda sus semillas. Queda el canto y el llanto. Queda la rabia. Queda la promesa sin cumplir en la memoria y en las calles de los otros, que somos nosotros, que ahora marchamos